Amazonas y la vulneración del derecho al libre tránsito
El estado Amazonas, con sus
183.400 km2, es el segundo más extenso del país; ubicado al centro sur, posee
extensas fronteras con las Repúblicas de Colombia y Federativa de Brasil (1500
km aproximadamente), mientras que paralelamente tiene la menor cantidad de
población (estimada en unos 200.000 habitantes), distribuidos en un patrón muy
desequilibrado que concentra más del 80% del total en el municipio Atures,
asiento de la capital Puerto Ayacucho.
Históricamente la región fue un
territorio al margen de los principales procesos socio económicos que
caracterizaron el desarrollo del país, salvo en cortos períodos en la década
1966–76, auspiciado por el Programa CODESUR, de corte desarrollista y los
inicios de los 90 con un enfoque de desarrollo sustentable promovido por el
extinto Ministerio del Ambiente. Esta condición hizo que prevaleciera una
percepción (no oficializada) de que la región constituía una gran reserva
nacional de recursos naturales, donde el elemento humano era considerado de
manera marginal.
La anterior consideración,
acompañada de la creación de un amplio sistema de áreas protegidas, que incluyó
a cuatro Parques Nacionales, 21 Monumentos Naturales y la Reserva de Biosfera
Alto Orinoco–Casiquiare, contribuyó a resguardar las cualidades ecológicas y
culturales de los intereses económicos asociados a grandes proyectos mineros y
de infraestructura, característicos de otras regiones de la Pan-Amazonía.
Durante ese período, el acceso al
territorio y el tránsito interno podría catalogarse como libre, aun cuando
existían los controles propios del Estado, especialmente para las expediciones
de carácter científico con participación de instancias extranjeras y para la
actividad turística en territorios indígenas.
La situación comenzó a cambiar a
inicios del presente siglo, cuando los controles oficiales comenzaron a hacerse
más numerosos, diversos y complejos, centrados cada vez más en la autoridad
militar, hasta llegar a una condición de aislamiento, que podríamos calificar
de intencional, que afecta principalmente a los habitantes tradicionales del
interior del estado.
La expansión de la minería
aurífera a partir de los años 90, inicialmente con la incursión de los llamados
garimpeiros provenientes de Brasil, vino consecuentemente a ampliar la presencia
del Estado en el territorio, de manera más evidente por parte de las fuerzas
armadas, quienes se han convertido paulatinamente en la autoridad que decide y
controla las posibilidades de ingreso y tránsito. Paradójicamente, la ilegal
minería aurífera, en lugar de erradicarse, ha ido ampliándose, tanto en los
territorios ocupados, en algunos casos con el desplazamiento de los habitantes
indígenas de esas localidades y el control por grupos armados no regulares,
como en el número de mineros, que hoy se estima han superado los quince mil.
La gasolina, utilizada por
vehículos aéreos y fluviales, constituye el factor crítico que define las
posibilidades de acceder al interior del territorio, está también bajo el
control de las autoridades militares. La escasez, inicialmente esporádica y
crónica desde hace unos cuatro años, ha afectado principalmente a las
comunidades indígenas localizadas a las márgenes de la amplia red fluvial,
limitando así sus posibilidades de movilización; no obstante, para la actividad
minera, ampliamente dependiente de la disponibilidad de combustible, parece no
tener restricciones de flujo.
Las medidas de racionamiento en
el acceso al combustible, que sin duda afectan a toda la sociedad, han tenido
particular incidencia en las capacidades de transporte de personas; por un
lado, el transporte masivo, público y privado ha visto restringida su capacidad
de prestar servicios. En el caso de las comunidades localizadas alrededor de
los ejes carreteros norte y sur de la capital, sus habitantes se han visto
frecuentemente obligados a caminar decenas de kilómetros para trasladarse hacia
Puerto Ayacucho y retornar a sus residencias.
Por otro lado, las empresas de
transporte fluvial que prestaban servicios hacia el interior del estado, se han
visto obligadas a suspender sus operaciones, afectando a quienes por cualquier
necesidad requieren trasladarse a alguna localidad del estado o desde ellas
venir a la capital. Las empresas aéreas privadas, que prestaban servicios
regulares hacia el interior del estado, además de vuelos especiales a distintos
destinos de la región, han corrido igual suerte.
Lo anterior, que además se
enmarca en el contexto de la crisis económica y humanitaria general, ha
motivado continuos reclamos por parte de los indígenas, sin que a la fecha
hayan obtenido respuesta satisfactoria.
Todo ello ha generado un conjunto
de condiciones que parecerían comprometer el control del Estado sobre el
territorio, propiciando conflictos poco documentados, entre mineros y
autoridades tradicionales indígenas, que comienzan a reflejarse en el
establecimiento de ilegales controles de paso en diversos tramos del río
Orinoco, como los denunciados por el Obispo Monseñor Reyes, entre San Fernando
de Atabapo y Yapacana, o los establecidos por indígenas Uottuja en el río
Sipapo y, aún peor, enfrentamientos entre indígenas, especialmente en relación
a la minería.
Durante el mes de diciembre,
además del surgimiento de más controles ilegales del tránsito, se incluye ahora
el eje carretero al sur de Puerto Ayacucho y el sector ubicado en la carretera
que conduce a Caicara del Orinoco, en la jurisdicción del estado Bolívar.
En el caso del eje carretero sur,
se han presentado dos eventos que evidencian las debilidades en el control del
territorio por parte de las autoridades; el primero, el asalto a las
instalaciones de cría de cerdos gestionado por la gobernación del estado, que
conllevó a la matanza, sin aprovechamiento del producto, de alrededor de 500
animales que en teoría iban a proveer el pernil del programa alimentario
oficial. El segundo, el robo de equipos e insumos de la escuela de la comunidad
de San José de Mirabal, administrada por la iglesia católica, que además
incluyó la destrucción de la infraestructura y la documentación académica y
administrativa. Ambos casos están en averiguación y se desconocen aún los
responsables, aunque se ha impulsado una matriz de opinión que responsabiliza a
los indígenas Jiwis.
Si bien es preocupante y
evidencia de falta de autoridad oficial, el establecimiento de puntos de
control de tránsito en ríos y ahora en carreteras, principalmente por indígenas
que habitan esos territorios, lo es aún más el cobro de una especie de impuesto,
en pesos colombianos, y el decomiso de mercancías, entre ellas el combustible,
que ocurre en cada uno de los puntos.
Al final, los más perjudicados
por estas actuaciones irregulares y violentas terminan siendo los habitantes
indígenas, que ven restringidas cada vez más las posibilidades de movilización
entre comunidades y entre éstas y la capital, principal proveedora de bienes y
servicios públicos, especialmente los vinculados a la salud y el encarecimiento
de los bienes ofertados, en tanto esta estratégica porción del territorio
nacional se invisibiliza a los ojos de los venezolanos.
Equipo del Observatorio
Venezolano de Violencia en Amazonas (OVV Amazonas)
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